martes, 8 de octubre de 2013

Bolarque, un desierto con mucha agua y bien de almíbar




Guadalajara es una de las provincias de España que tiene más kilómetros de costa sin tener mar ni ser una isla.  No me “zetapeen”, no arqueen las cejas. Tenemos dieciséis  embalses, o pantanos, eso va en gustos: Alcorlo, Almoguera, Beleña, Bolarque, Buendìa, El Atance, El Vado, Entrepeñas, La Tajera, Pálmaces, El Fresno, Estremera, La Bujeda, La Ermita, Pozo de los Ramos y Zorita. Les emplazo a que se entretengan y sumen el perímetro en kilómetros de todos ellos y luego me digan si llevo o no razón.


 La existencia de tantos pequeños “mares de agua dulce” alegra mucho  el paisaje y da mucho juego para el turismo. ¡Claro que también tendría que darlo para el regadío y tenemos menos hectáreas que en Almería! Pero no nos desviemos. Conocer los pantanos de la provincia de Guadalajara es una buena manera de dar con el ADN de esta tierra. Todos y cada uno de ellos esconde por lo menos un tesoro, bien bajo sus aguas, como es el caso de La Isabela en Buendía,  bien sobre ellas como sucede en Alcorlo o en el embalse  en el que hoy vamos a detenernos para desentrañar sus misterios: Bolarque.


Llegar hasta la presa y las instalaciones de Bolarque es relativamente sencillo. Basta con tomar dirección  hacia Pastrana, pasar de largo (luego nos detendremos para echar un dulce), y sin dejar la carretera fijarnos  en el desvío que indica Sayatón y que nos deja al pie de la compuerta de la presa. Desde allí ya no se puede seguir en coche, hay que parar, andar y disfrutar de la Alcarria. Si has salido de Madrid no habrás circulado durante más de hora y media, y si lo has hecho desde Guadalajara no habrá llegado a una hora. Por tanto: a tiro de piedra.



El poblado de Bolarque, que hasta bien entrados los años setenta tuvo escuela, y por tanto vida y niños, hoy está vacío. Cuando se recorre es como visitar un pueblo reconstruido tras un desastre pero, eso sí,  hecho con más gusto y más dinero que aquellos pueblos que se levantaron sin ganas y con pocos recursos tras la guerra del 36, bajo el programa de Regiones Devastadas.  Las casonas son de piedra y su tamaño varía según el rango que en la empresa eléctrica desempeñaba el padre de la familia que iba a habitarla. Hay jardines, todavía bien cuidados y apetecibles para el paseo romántico y un mapa de España hecho de hormigón en el suelo, que en tiempos fue una fuente y hoy es el juego preferido de los niños que se acercan hasta allí y se pasan Gibraltar por la entrepierna , cuando saltan a la pata coja el Estrecho cantando : “Al saltar la barca me dijo el barquero…”! O  van de Madrid a Cataluña y de Cataluña al País Vasco dando brincos de alegría y no con el alma en pena, como algunos de nuestros políticos. Bromas aparte, ya que se ha llegado hasta el poblado, y hay que dejar el coche obligatoriamente, os recomiendo que  echéis un vistazo. Opino que, con un poco de imaginación y bien gestionado, podría ser un buen complejo  turístico de interior.



 Desde el poblado echaremos a andar rumbo al Desierto de Bolarque, nombre del paraje fin de nuestro destino, y esta vez no hablo en sentido figurado, no me mal interpreten. Para ello, pasaremos la barrera que corta el paso a los vehículos, y tomaremos un camino a mano izquierda, junto a una garita inutilizada, que emprende una empinada cuesta entre pinos por una pista amplia y en buen estado. Aprovechad el momento porque no todo el recorrido será igual de cómodo. Si los caminos del señor son inescrutables, imaginaos cómo serán los de los eremitas que gustaban de mortificarse para estar aún más cerca de Dios… Vamos a su encuentro.









Según ascendemos la pendiente, aspirando con ganas los aromas del pinar, dejamos a nuestras espaldas las rocas escarpadas de la presa de Bolarque, por donde transcurre una gruesa tubería que se lleva el agua hasta Levante. Vamos, que según subimos por el pinar le estamos dando el culo al trasvase Tajo-Segura… ¡Hoy me salen las metáforas sin querer! Al iniciar el descenso, sin dejar el monte, más o menos medio kilómetro después, vemos a mano derecha un camino (como es el único que hemos visto no tiene pérdida) más estrecho, que intuimos nos acerca hasta el río Tajo y por él empieza la aventura.



El Desierto de Bolarque es el paradógico nombre con el que se conoce a un antiguo monasterio que perteneció a los carmelitas y dejó de estar habitado en el siglo XIX tras la desamortización de Mendizábal. Imagino que antes de que el hombre entrase por estos valles con sus máquinas alterando el paisaje, el acceso desde Sayatón o Pastrana al convento sería más cómodo que el que existe hoy en día. La falta de uso, la maleza y los caprichos del agua han transformado el camino en una senda que no siempre es fácil de adivinar entre los espinos y las zarzas, y que en ocasiones baja hasta la misma orilla. ¡Pero que no se asuste nadie que llegar se llega! Me acompañaron en esta aventura un niño y una niña de 10 y 12 años, valientes pero urbanitas urbanitas, y apenas se quejaron.


No obstante, no me extraña que allá por el siglo XVI alguien escogiera este lugar apartado del mundanal ruido para hacer vida de eremita a la vieja usanza, algo que ya entonces se prodigaba poco o nada. La reforma del Carmelo, en la que tanto influyeron santa Teresa y san Juan de la Cruz, que anduvieron por estas tierras pastraneras, quiso volver a los orígenes y durante más de doscientos años se fueron sucediendo una serie de ermitas, las primeras hechas de  palos y hojarasca, luego ya de piedra, que acogieron a los hombres y mujeres que buscaban a Dios en la naturaleza, lejos de la cada vez más turbia sociedad española del Imperio. ¡Qué mejor escenario que esta alcarreña ribera del Tajo para inspirar los hermosos versos del Cántico Espiritual de san Juan!




Tras las pequeñas construcciones iniciales se levantó un monasterio que fue poco a poco atrayendo aún a más eremitas, que construían sus capillas en torno a los muros del monasterio, de manera que el desierto dejó de ser tal y se convirtió en un poblado dedicado al abandono y la oración. Hoy, varios siglos después, el silencio es aún mayor que el que había entonces, pero el paisaje sigue siendo igual de salvaje y evocador.
Según avanzamos por la senda se ven, al otro lado del río, las estribaciones de la sierra de Enmedio y las filigranas del Tajo entre las rocas, los pinos y los quejigos. Sólo se escuchan las ráfagas de viento y el canto de los pájaros.  La estampa del río entre el monte y el paso de alguna barca procedente del embarcadero de Nueva Sierra nos hacen pensar que estamos en otro sitio. El camino no es fácil, hay que ir apartando ramas, pero bien merece la pena. Hay que andar una hora aproximadamente para tropezarse, digo bien, porque no se ven sus muros hasta que no los tenemos encima, con la primera ermita. Es el momento de descansar y de echar mano de la fruta y de algún bocadillo para reponer fuerzas. Imprescindible llevar cantimplora.





Tras el primer alto en el camino vemos cómo, unos metros más allá, van apareciendo las ruinas de las viejas ermitas, más de treinta, y los muros de lo que fue el convento. Restos de algún arco, de la nave de la iglesia, del acceso a las bodegas… ruinas hermosas entre la maleza que, sin quererlo,  nos evocan a otros tiempos en los que estas tierras tenían vida, aunque fuera silenciosa. Es increíble cómo, casi sin quererlo, una ruina nos lleva a otra y así podemos pasar un buen rato recorriendo las numerosas ermitas levantadas alrededor del viejo cenobio. Os recomiendo una buena dosis de paciencia para aprovechar bien el momento. No ha sido fácil llegar y una vez que se ha logrado hay que sacar el mayor jugo posible a esta deliciosa fruta. ¡Cómo estoy hoy!




Ir y volver andando desde la presa al Desierto son algo más de tres horas, casi cuatro. O madrugamos para ir luego a comer a Pastrana, Almonacid  de Zorita o Albalate, que son los pueblos más cercanos con restaurante, o nos echamos un bocadillo, aprovechamos el día y al caer la tarde nos damos un homenaje en forma de merienda-cena en algunos de los locales con terraza y sin ella, depende del frío, de estos pueblos.
Pero hoy mi propuesta no será un restaurante sino esa otra cara agradable de la gastronomía que es la repostería. Os dije al principio que volveríamos a Pastrana a echar un dulce, y eso vamos a hacer. Hay que decir que Pastrana por riqueza monumental y por historia merece una ruta entera, y la tendrá.



Aunque  no es un pueblo grande ofrece prácticamente de todo al visitante y entre esas cosas se encuentra el obrador de Jesús, dueño de la pastelería Éboli. En el video, Jesús nos cuenta cómo el oficio le viene de tradición familiar y cómo se las apaña para seguir adelante con un trabajo artesano, duro, esclavo y no siempre bien recompensado. Eso sí,  le queda la satisfacción de endulzar la vida de la gente, y eso es impagable.







Hombre generoso, además de trabajador incansable, Jesús nos enseña la receta de uno de sus dulces más solicitados: el bizcocho de canela. Todas las hermandades de Pastrana se lo piden para deleite de los hermanos. Pero en el obrador de Jesús no sólo se hacen estos bizcochos, allí se come el mejor chocolate de toda la Alcarria y la bollería y pastelería más fina, más exquisita y más natural de cuantas conozco. Vamos, que ir a Pastrana y no pasarse por la pastelería o la chocolatería Éboli es un pecado de difícil contrición.





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2 comentarios:

  1. Pedro, te felicito por tu blog y por elr eportaje que has hecho, muy bueno y fiel de la zona de Bolarque y el Desierto. Juan Garrido

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  2. Precioso reportaje, y evocación de una parte hermosa de esta Alcarria que nos sostiene.

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