martes, 24 de septiembre de 2013

Los vallejos de oro, hongos y arcilla... a la sombra del Alto Rey

“Castillar y Moroquero, y Peñas del Tomillar, cuántas calderitas de oro, en tu seno dormirán”. Esta copla se la cantó en su día Margarita Gil, Marga, a la sazón alcaldesa de Arroyo de las Fraguas, a Pedro Vacas, hombre culto y amigo de recopilar y contar tradiciones, leyendas e historias de la Sierra. A mí no me cantó la copla, no tuve la misma suerte que mi tocayo, pero me acompañó por uno de las recorridos más hermosos de cuantos he hecho por la provincia de Guadalajara, y os puedo asegurar que llevo unos pocos.






Las faldas del Alto Rey, cumbre mítica y rodeada de leyendas a las que nos referiremos en otra ocasión, son un espectáculo de luz y de color. Por sus laderas corren los arroyos, crecen los quejigos y los robles, la pringosa jara que huele a limpia y el tomillo, que nos recuerda a la carne de corderos y cabritos que pasean  por estas tierras. 


Ahora, en otoño, el contraste de tonalidades parece volverse loco al ritmo del viento. Cuesta trabajo decidirse por un sendero, sobre todo si se asciende al Moroquero (Mojón Cimero), todo un señor cerro, y se observan las decenas de vallejos agrupados a sus pies, cada uno con su pueblo, su veguilla, su camino y su quejigar: La Huerce, Valverde, Umbralejo, Zarzuela, Las Navas, La Nava, Villares, Arroyo de las Fraguas, Bustares, El Ordial…  Sólo para poneros los dientes largos os dejo aquí este vídeo tomado desde la cima del Moroquero, cuya subida, dura pero obligada, detallaremos, como la del Alto Rey, en otro momento.


Hoy nos vamos a detener en lo que Marga en su día bautizó como los Senderos de Oro y Arcilla. ¿Os acordáis de la copla del principio? Pues como bien dejó escrito el bueno de Pedro Vacas, adquiere su sentido si uno recorre la senda marcada junto al Arroyo de las Casas y se dirige por el Tomillar en dirección al río Cristóbal. Pero hablemos para que todos nos entiendan, que en los pueblos tenemos la costumbre de hacerlo pensando que los que nos escuchan saben tanto como el que habla, y por lo general no es así, que la gente que viene de la ciudad es ignorante de todo aquello que no toca a sus quehaceres.
Como puede verse en el mapa virtual, que todas las semanas reproducimos al final de esas letras, para empezar a andar, si así se quiere, hay que llegar hasta Arroyo de las Fraguas, a algo menos de una hora en coche de Guadalajara y media hora más si se acerca uno desde Madrid. Una vez allí hay que subir el vehículo hasta las eras, pasando por el Hostal Restaurante AltoRey, del que hablaremos luego. En las eras hay sitio de sobra para aparcar y unos paneles explicativos de las tres rutas señalizadas, que el caminante puede elegir. Una sube al cerro Tomillar (4,5 km), otra al Moroquero (5,5 km) y la tercera, de algo más de veinte kilómetros lleva hasta Hiendelaencina y está bautizada como Sendero de Oro y Arcilla. Es por ésta por la que vamos a caminar durante un rato, poco más de una hora, hasta encontrarnos con la carretera que lleva a Zarzuela de Jadraque y de allí a Hiendelaencina. Para recorrerla en su totalidad hay que echar la jornada entera y no tenemos tiempo, nos emplazamos para otro momento. Todas las rutas están bien señalizadas y no tienen pérdida.





Arroyo de las Fraguas fue un pueblo minero hasta la Edad Media. De sus entrañas se obtenía oro, cuarzo, hierro y algo de plata. Los romanos hablan en sus crónicas de estas minas y de las del pueblo vecino de La Nava de Jadraque. Incluso algunos siglos después, cuando a comienzos del siglo XX la explotación de las minas de plata de Hiendelaencina estuvo en pleno apogeo, se hizo algún intento, no rentable, de extraer de nuevo el oro de las vetas de cuarzo de Arroyo y de La Nava. Hoy, si uno pasea mirando al suelo encontrará numerosos restos de todos estos materiales. El oro es más difícil de ver, pero con entretenimiento, entre los trozos de cuarzo destella alguna mota, como sucede con la plata entre la roca. Claro, que si uno va todo el tiempo pendiente de las escorias del suelo, se pierde el paisaje, hermoso de verdad, y eso es imperdonable. Por cierto, la arcilla la pone en esta historia Zarzuela de Jadraque, pueblo de tradición alfarera y ollera, con auténticos maestros en el oficio de hacer cacharros y famosos en Guadalajara y en las provincias rayanas.




Hoy cuesta trabajo imaginarse estos senderos abruptos, como el del Arroyo de las Casas por el que bajamos, recorridos por los trabajadores que iban a las minas, casi siempre con las caballerías cargadas, camino de las limpiadoras de metal del río Bornova;  o a los pastores sacando el ganado al careo, ya fuera invierno o verano. Hoy hay silencio y soledad al pasar por la Fuente de la Cruz, donde un hombre se ahogó en su pilón al caerse de la caballería y perder el conocimiento, tras el golpe; o por la Fuente de los Tres Pilones, en la que hace muchos años que no abreva el ganado.




 Sin embargo quedan todavía restos de vida, cercos de piedra de las antiguas tinás donde se resguardaba el ganado y de los muretes que contenían la tierra de los bancales donde se sembraba el cereal hasta llegar a la orilla del arroyo.



Según vamos andando se suceden los miradores hacia el valle, primero del Arroyo de las Casas y luego de El Chaparral. A lo lejos, se ven las manchas de pinares donde hoy han vuelto los resineros a horadar los troncos para recuperar uno de los oficios perdidos durante decenas de años en esta sierra. La crisis agudiza el ingenio y, al menos en esta ocasión, sirve para mantener con algo más de vida el mundo rural, al que se maltrata con la supresión de servicios básicos como la sanidad.




Merece la pena recorrer esta sierra, esta franja que se interpone entre el Ocejón y el resto de la provincia, este mirador privilegiado que se asoma a los valles y colorea el horizonte. Merece la pena recordar su pasado y disfrutar de un presente más triste pero igual de hermoso. Como también merece la pena apoyar a quienes se empecinan en no abandonar los pueblos e incluso en ligar su futuro a ellos. 




Marga, alcaldesa de Arroyo, es un claro ejemplo. Es joven, muy joven, pero lo era mucho más, casi una adolescente, cuando dejó la ciudad, Azuquecade Henares, y regresó al pueblo de sus padres para levantar un negocio de hostelería de la nada: el Hostal Alto Rey. No es fácil sacar adelante una empresa en esta comarca, pero si se atiende bien y se es honesto con el cliente, la cosa funciona.




En casa de Margarita la carne es de primera calidad, no hay más que darse una vuelta por los alrededores del restaurante para ver las vacas y las cabras pastando. En verano, la huerta, y en otoño  setas, níscalos y boletos de todas clases, cocinados de mil maneras. Ricas tostas y buenos postres caseros. Una cocina humilde en su elaboración, pero fiel a los sabores de la tierra. Un refugio donde resguardarse en otoño e invierno y donde reponer fuerzas tras una dura jornada serrana. Un lugar ideal para conocer este rincón de la provincia de Guadalajara al que prometo volver muy pronto.




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martes, 17 de septiembre de 2013

Torija, puerta y ventana a la Alcarria del buen yantar

Torija es uno de esos pueblos de Guadalajara donde no es necesario ir porque uno pasa. Encrucijada de caminos, su situación junto a la A2, hace de este municipio, y en especial de su castillo, uno de los más reconocidos de la provincia de Guadalajara. Ahora bien, una cosa es reconocerlo, decir que sí sabes de qué pueblo te están hablando, incluso indicar dónde está, y otra muy diferente es conocerlo de verdad. Para eso hay que parar el coche y andar sus calles y monumentos con detenimiento e interés.



Torija es la Puerta de la Alcarria, o mejor, de lo que aquí conocemos como Alcarria Alta. A la Baja Alcarria se va por las riberas del Tajo.  De hecho en Torija comenzó Camilo José Cela su recorrido que iba para ser un reportaje de prensa y acabó en libro. Antes, eso sí, pasó por Guadalajara, Taracena y Valdenoches. Aquí durmió su primera noche fuera de la capital y aquí dejó la “carretera nacional”, hoy autovía, para adentrarse entre los vallejos y pueblos que sus amigos intelectuales de Madrid le habían equiparado a los de las Hurdes extremeñas. “Te vas a encontrar el mismo abandono y la misma pobreza sobre la que escribir y estás al lado de Madrid que, cuando necesites tomarte unos días de descanso te vuelves, coges fuerza y continúas el viaje”, muy cómodo, para eso eran intelectuales no deportistas, y Cela así lo hizo.


Hoy la Alcarria es otra cosa, mañana… ya veremos. Pero no nos vayamos por el Alto de Brihuega. Hoy toca hablar de Torija, mi pueblo, tenía que decirlo, y lo voy a hacer con honestidad. Torija es un pueblo privilegiado por su situación, a la vista de todos, abierto a los cuatro costados y eso ha hecho de él un lugar acogedor para el que ha venido de paso o con la intención de quedarse. Un pueblo feriante, Azorín equiparaba su feria de ganado con la de Medina del Campo, ¡ahí es nada!, y aunque hoy ya no hay feria se celebra todos los años un certamen de Música Tradicional Navideña que sigue atrayendo a miles de visitantes.


Decía al principio que Torija es puerta, pero también es ventana. Un balcón privilegiado al resto de la provincia a través de su castillo, convertido en el Centro de Interpretación Turística de la Provincia de Guadalajara (CITUG) y una ventana a la que asomarse hacia el oeste de su término municipal, desde el rostro de la Meseta hacia la Campiña, la Sierra y Madrid, un mirador que compite con el del Cid en Trijueque en belleza y amplitud de miras.



En el CITUG se desgrana imagen a imagen, ruta a ruta, fiesta a fiesta, vianda a vianda… todo el abanico de posibilidades turísticas de esta provincia. Con un diseño moderno y perfectamente mimetizado con el edificio pétreo del siglo XV, cada una de las estancias del castillo, que levantaron los Mendoza, es una invitación al paseo, al recorrido lento y atento por una provincia que no tiene desperdicio y en la que hay de todo, insisto: ¡de todo! para pasar un fin de semana. Hasta tenemos el Mar de Castilla, el mayor número de kilómetros de “costa” de interior del país, repartidos entre los nueve pantanos.



El CITUG es una visita obligada para todo aquel que de verdad quiera saber qué esconde esta provincia, es como este blog, pero de una vez y a lo bestia, eso sí, con la misma clase y talento, es broma. Y además, en la Torre del Homenaje se levanta el que fue, no sé si seguirá siendo, el único museo del mundo dedicado a un libro: “Viaje a la Alcarria”. Las fotografías originales que Cela y el fotógrafo que le acompañó en su recorrido en 1946 sacaron de los sitios por los que pasaban, los utensilios usados o mencionados por él, mapas, muebles diseminados por las fondas, retratos… todo el universo celiano encerrado en la torre de un castillo.


Pero crucemos el foso y salgamos a la plaza empedrada, un verdadero monumento castellano, como lo es también su plazuela porticada y las calles con edificios de piedra caliza, arcos y dinteles barrocos.



 La Carralafuente con su torreón, mirador privilegiado hacia el valle, siempre acompañada de su moral encorvado, no por viejo sino por cotilla. La fuente del lavadero, donde Cela escuchó cantar a unas mujeres mientras lavaban y que al ver al esmirriado viajero se rieron de su triste estampa. La ermita, que encabeza la bajada a la Fuente del Real, donde volveremos en un momento para ver dónde se crían las hortalizas que vamos a comernos.




En la parte alta, la Picota, símbolo de villazgo y justicia, restaurada, preciosa y la Picotilla, mojón con el que Carlos III abrió el camino hacia el Real Balneario de Trillo



Y en el centro, altiva, la torre de la iglesia, minarete de una joya de la arquitectura religiosa que en su interior esconde un arco plateresco y una nave central de gran porte, varios retablos y una bóveda con nervaduras.





Es mi pueblo, qué voy a deciros, pero, sin pasión de hijo, merece la pena andarlo despacio y salirse del casco urbano para ver algunas de sus fuentes, como la Fuente del Ardal que, como las dos anteriores, necesitaría un poco más de atención y cuidados, pero que todavía lucen lozanas y  agradables. Camino del Ardal, o del Espinazo del Asno como figura en los mapas, puede uno asomarse hacia ese balcón que ofrece una mirada casi infinita, hasta que se tropieza con los muros de la sierra o las torres de Madrid. Un paisaje limpio, austero, ancho como esta Castilla nuestra.



Torija es ventana, es puerta y es un hito, lo siento pero es así, un hito turístico provincial en forma de castillo y un hito gastronómico. En el pueblo hay tres restaurantes: El Salero, ubicado en la antigua fonda donde durmió Cela;  Las Cucharitas, en una de las callejas con encanto del pueblo y AsadorPocholo, junto a la plaza. En todos hay material para disfrutar, pero en este blog hice la promesa de hablar de un paraje y un restaurante y la voy a cumplir, tiempo habrá para hablar del resto, ustedes me sabrán perdonar.



Pocholo fue el primero. Es más, antes de dar su nombre a un restaurante, Pocholo ya era un asador de fama reconocida en la comarca por su peña de las eras, a las afueras del pueblo, donde su hermano construyó un horno de barro con una vieja tinaja y él aprendió a darle forma y gusto a la carne de los cabritos que se criaban por las alcarrias y la sierra. Después vino la asadurilla, con cebollita y un pequeño toque de pimentón, y las mollejas, refrititas, casi crujientes, un manjar, un regalo de los dioses que tuve el placer de disfrutar junto a personalidades como José Luis Sampedro, Javier Reverte, Joaquín Leguina, Juan Cruz y tantos otros amigos que venían acompañando a Manu Leguineche, el padre de la tribu, alma mater del clan de la boina, como un día nos bautizó Pérez Henares. ¡Días inolvidables!



Pues de aquellos fogones, estos platos. De aquel choco nació un restaurante que ya se ha ganado fama en la provincia por servir uno de los mejores cabritos asados que pueden comerse en Guadalajara. Un restaurante familiar donde Miguel Ángel “Pocholo”, Carmen, su mujer, Beatriz, Ana, Susana y Nanu, sus hijas, han sabido acompañar la comida bien hecha de una considerable dosis de cordialidad, profesionalidad y cariño.
Cada uno aporta su granito de arena en un negocio que no para de renovar su carta, sin perder el sentido común. Con la base de la cocina tradicional se trabajan las carnes, la hortaliza y los postres caseros, por favor no se vayan sin probarlos. Una de las últimas aportaciones ha sido utilizar la hortaliza que ellos mismos crían en el huerto de la Fuente del Real. 



Agua de manantial fresca y sana y una tierra donde ya cultivaron los monjes templarios en su antiguo monasterio, hoy desaparecido. Un rincón excelente para que el pastel de berenjena tenga el amargor justo sin dar escalofríos; para que la carne del tomate se pueda masticar  y la piel casi ni se note, ¡os juro que existen esos tomates!, para que la judía verde se críe sin hebra y tronche al cortarla y echarla  en remojo, y para que las cebollas y los calabacines pierdan su forma y se retuerzan entre la tierra y la mata, como lo hacemos nosotros, pero de gusto, cuando les hincamos el diente en la ensalada, a la plancha o en el guiso con el que nos sorprendan las “Pocholas”. Todo un placer.




Y poco más que deciros. Así es Torija, así es Pocholo y así de sencillo es llegar al paraíso: desde Madrid  por la A2, dirección Zaragoza, sin dejarlo, hasta que, menos de una hora después, un castillo y el olor a un cabrito asado ¡como Dios manda! os dé en los hocicos, perdón, se os eche encima como una santa aparición. Que aproveche.

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miércoles, 11 de septiembre de 2013

Los misterios de Zorita y los secretos culinarios de Abuela Maravillas

Pocos lugares han despertado tanta atracción en el pasado como Zorita de los Canes y su entorno. Los restos encontrados en estas márgenes del Tajo medio se remontan a miles de años y a nadie sorprende esta estrecha relación entre el hombre y este rincón de la Alcarria, porque aún hoy, tras el paso de la mano devoradora del ser humano, la belleza de este privilegiado balcón que mira al río Tajo crea adicción.


Hoy os propongo que os acerquéis hasta este pueblo pequeño, pero intenso en cuanto a sorpresas, y que disfrutéis de sus restos arqueológicos, dentro y fuera del municipio, y de su entorno natural. Está a poco más de una hora y cuarto de Madrid y a 45 minutos de Guadalajara.
Al llegar, lo primero que debéis hacer es aparcar el coche a la sombra, junto al río, al lado de un edificio de piedra donde pone Restaurante Zorita en una placa, Restaurante Los Canes en otra y que en verdad se llama Abuela Maravillas. Aquí, más adelante, os invitaré a degustar unos memorables platos, pagaréis vosotros, claro, pero no os arrepentiréis, no adelantemos acontecimientos.


En ese punto, extramuros de la fortificada Zorita, veréis que hay una zona de recreo junto al río y un cartel explicativo que os indica una ruta que, con un recorrido de ida y vuelta de apenas 3 kilómetros, conduce hasta los yacimientos de Recópolis. Se puede ir en coche, pero yo aconsejo que lo hagáis andando para disfrutar de la ribera del Tajo, de su fauna, su flora y su frescor. También podéis visitar primero el pueblo y su castillo y luego ir a Recópolis, pero es mejor que lo hagáis a la inversa, más que nada por seguir un itinerario cronológico. En cualquier caso, los paneles explicativos son muchos, claros y enriquecedores, deteneos a leer siempre que veáis uno.





Es una gozada seguir el curso del río, e incluso bañarse en él en este espacio, junto al pueblo, habilitado para ello con total seguridad. Las aguas bajan tranquilas y claras y los patos, acostumbrados, acompañan al bañista en su travesía. Caminar a la orilla del Tajo “en soledad amena”, que diría el poeta, es una gozada. Pero mayor aún es ver su silueta entre azul y verde retorcerse entre las tierras de labor, desde el alto del yacimiento y su Centro de Interpretación.




El edificio es moderno y por fuera está perfectamente encajado en el entorno. Al pasar a su interior me sucedió algo que nunca me había ocurrido. Un señor alardeaba de que después de varios meses cerrado, el Centro se había abierto gracias a él y que se había recogido la noticia en todos los periódicos. Estuve a punto de abrazarle y de darle las gracias por tan generosa aportación a la sociedad. Pensé, mantener abierto este centro le debe costar mucho dinero a este señor y es de agradecer que haya gente que dé lo que tiene de manera tan altruista. Menos mal que no lo hice, porque acto seguido me enteré de que la apertura no se debía a su generosidad sino que se financiaba con dinero público, de varias instituciones regionales, provinciales y del propio Ayuntamiento de Zorita, vamos que lo pagábamos entre todos. Este señor era el alcalde de Zorita y enseguida me di cuenta, por su forma de hablar, de que la democracia le había pillado mayor y a desmano, algo que me ratificó con su comportamiento poco después. Tras saludar cariñosamente a una visitante, a la que conocía con anterioridad, e intercambiar una tranquila conversación, empezó a subir el tono de voz de manera inusitada hasta el extremo de que la encargada del Centro le pidió que se saliese afuera, porque estaba molestado a los visitantes. Su cambio de actitud se debió a que la otra persona, una mujer bastante más tranquila y educada, no compartía su punto de vista sobre la situación del país y la acción del Gobierno. Este hombre no toleraba que alguien no pensase como él y lo justificaba dando voces primero, y acto seguido pasando a insultar de manera personal a la familia de esa mujer y a ella misma. Me quedé estupefacto. En aquel momento pensé dirigirme a él y decirle que si su actitud e insultos tan “varoniles” hubieran sido los mismos si delante hubiera tenido a un miembro masculino de dicha familia…. Pero no lo hice porque delante de mí tenía a alguien que no me iba a escuchar. Señor alcalde, los votos le legitiman para gobernar un pueblo, sin embargo la educación, la hombría y la categoría humana  se tienen o no se tienen, pero no se gana en las urnas.
A otra cosa. El Centro de Interpretación de Zorita es acogedor, cómodo y didáctico como pocos. Sin grandes alardes, tiene todo lo necesario para conocer mejor la historia y el origen de lo que vamos a ver a continuación: tal vez el yacimiento visigodo más importante de la Península. Un consejo: no os perdáis el video explicativo.
Una vez recorridas las dependencias del centro es cuando hay que acercarse al yacimiento que se encuentra a unos cincuenta metros, camino arriba.



  Dicen que un arqueólogo es la mejor pareja que puede tenerse, pues a medida que la mujer o el hombre envejecen  estará más interesado en ella o en él, según el género. Bromas aparte, la mítica figura del buscador de tesoros de finales del siglo pasado y comienzos de éste, el Indiana Jones de las películas de Spielberg, está muy lejos de la realidad. De su indumentaria tan sólo el sombrero, cuando no es desplazado por las gorras de lona y plástico con publicidad de abonos o de una caja de ahorros, sigue vigente. Con casi cuarenta grados, sin una sola sombra, en medio de un cerro, y rascando el suelo con piquetas y rastrillos, a las personas que han trabajado en la recuperación de Recópolis a lo largo de los años seguro que no les hace ninguna gracia que les comparen con el héroe de Hollywood. No hace mucho me contaba una arqueóloga que Indiana Jones había hecho mucho daño a esta profesión. La gente se había tomado el personaje en serio y se lanzaba a buscar tesoros con el detector de metales y haciendo agujeros sin control. El resultado no había sido otro que estropear años y años de trabajo a quienes pretendían simplemente interpretar la historia. Para un buen arqueólogo es mucho más importante estudiar la posición en que se encuentra enterrado un cadáver en una tumba, que los posibles tesoros que pueda llevar consigo. Por eso es importante que existan yacimientos vigilados y protegidos como éste y que estén vivos, activos, para que todo el mundo pueda aprender de la historia y ser más cultos y por consiguiente, más tolerantes.



El rey Leovigildo, guerrero y tirano como pocos, en sus continuas campañas contra los bizantinos durante el siglo VI, valoró de gran importancia estratégica en esta parte de la península un cerro conocido como La Oliva, situado sobre las márgenes del río Tajo. Se trata de un montículo que en su parte alta posee una llanura de casi 600 metros de largo por otros 600 metros de ancho. En honor a su hijo Recaredo, mandó fundar allí una ciudad amurallada en el año 578, construyendo un palacio con más de 150 metros de largo junto a la cornisa del cerro, y una basílica de gran envergadura. A su alrededor se levantó toda una ciudad que, según cuentan los cronicones de la época, tuvo una importancia fundamental durante el reinado de Leovigildo, sirviendo de lugar de descanso del rey en los pocos días del año en que no estaba batallando.


Algunos estudiosos aseguran que los visigodos utilizaron un antiguo poblado romano para levantar la nueva ciudad y se basan en algunos fustes y capiteles de estilo corintio y varios restos de un sarcófago romano-cristiano para asegurar dicho origen. Sin embargo, las nuevas excavaciones realizadas en la zona en los últimos años parecen indicar que dichos restos bien pudieran ser de alguna edificación situada en las proximidades del Cerro de la Oliva o bien realizadas a propósito en épocas posteriores, cuando los cristianos se asentaron en la vieja ciudad visigoda.
En el año 1944 el arqueólogo Juan Cabré empezó las primeras excavaciones en Recópolis guiado por los datos encontrados en los escritos de San Isidoro y en el Cronicón Emilianense, que aportaban datos de la construcción de una ciudad a orillas del Tajo. El geógrafo árabe Rasis, ya dejó escrito que el emplazamiento de esta ciudad se encontraba entre Santaver y Zorita y aseguraba que las piedras de Racupel (transcripción fonética de Recópolis) sirvieron para que sus coetáneos construyeran el castillo. Estos elementos escritos, unidos a la tradición mantenida entre las gentes de Zorita y Almonacid de celebrar una romería anual, la víspera de la Ascensión, a la ermita de Nuestra señora de la Oliva, para rezar un responso al rey Pepino (Leovigildo), dieron la clave al doctor Cabré, quien escuchó de boca de algunos ancianos la existencia de un despoblado en esa zona que pertenecía a la vieja ciudad de Rochafrida.


Una vez realizadas las primeras excavaciones aparecieron bajo los muros de la ermita los restos de una basílica de planta visigoda, sobre la que años después se había levantado una construcción de estilo románico, a la que se dirigían las romerías. A su lado fueron apareciendo algunos pequeños muretes desolados, que tras su oportuno estudio se supo que formaban parte de un suntuoso palacio de columnas con más de cien metros de longitud.
Entre los escombros estaba un sarcófago de mármol blanco y un tesorillo con noventa y dos monedas de oro visigodas, entre ellas varias de Leovigildo, que se encuentran actualmente en el museo Arqueológico de Madrid.
 La superficie total de Recópolis ronda las 33 hectáreas. Hasta el momento sólo un pequeño porcentaje de la extensión está excavada. Todo indica que como estructura urbana, Recópolis perdió su identidad cuando se construyó el castillo de Zorita con sus piedras, en el siglo IX. Algunos historiadores aventuran que fue la reacción de los pueblos orospedanos, en alianza con los bizantinos del sudeste de Hispania, quienes arremetieron contra Leovigildo guiados, entre otras razones, por motivos religiosos. El rey visigodo trataba de imponer el culto arriano a todos sus súbditos y esto levantó las iras de los cristianos que arrasaron, quemaron e incendiaron la ciudad. Pero no son más que conjeturas.
Para saber algo más sobre el final de la ciudad harán falta varias generaciones de trabajadores e investigadores desempolvando piedras con el sol y la sed como únicos aliados. Se conoce el trazado de dos de sus calles principales y se han descubierto algunas edificaciones de uso industrial para la elaboración de metalurgia, vidrio y cerámica. Se saben muchas cosas, pero todavía queda mucho por saber. Lleva más tiempo escribir la Historia que hacerla. Tengamos paciencia.




Una vez hayamos disfrutado de Recópolis, volveremos al pueblo aprovechando los balcones señalizados para detenernos y disfrutar con la estampa del Tajo correteando a nuestros pies. Las aguas bajan tranquilas por esta vertiente septentrional de la provincia de Guadalajara. Los pantanos de Entrepeñas y Bolarque, los meandros y la escasa pendiente de la Meseta, hacen que las aguas se recreen bajo las ruinas de Recópilis y, pocos kilómetros después, envuelvan a la vieja Zorita. Los patos aprovechan la quietud para hacer sus nidos y bañarse complacientes bajo la fortaleza.


Al subir, entre las calles del pueblo, hasta el castillo calatravo de Zorita de los Canes, veremos los angostos tejados  y la lengua azul del río retorciéndose en medio de la llanura. La fortaleza es un laberinto de edificaciones y pasos estrechos, todos perfectamente señalizados y explicados. Eso sí, la estancia está algo descuidada y sucia, merecería más atención. A pesar de todo, el castillo es un espectáculo en sí mismo. Si a estas alturas no nos hemos dado cuenta de que la caminata ha merecido la pena, es que somos insensibles e insípidos.



Hablando de sabores, os decía que, justo donde habéis dejado el coche hay un restaurante, con su bar y su mirador al río. Subid, sea invierno o verano y disfrutad de las manitas rellenas, la carrillera, los cangrejos de río en temporada o del pescado que, según mercado, preparan en Abuela Maravillas. ¡Y que no se me olvide el tiramisú! Una apuesta joven pero con fundamento, un local bien atendido, en un paraje único, con una relación calidad precio inmejorable. Hacía tiempo que Zorita se merecía un sitio así, esperemos que la apuesta por el mundo rural de los responsables del restaurante se vea recompensada. Por cierto, los mismos dueños tienen una posada en el pueblo, a escasos metros, donde por 20 euros más puede uno echarse la siesta, una oferta original, divertida y muy a tener en cuenta. Ya sabéis lo que decía Cela, ese gran escritor, viajero y comilón, que él no perdonaba ningún día del año la siesta, pero siesta, siesta “con pijama, padrenuestro y orinal”, así sea.





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