martes, 21 de octubre de 2014

Los barrancos del río Sorbe por La Huerce



Si hay algo que sorprende a quienes se acercan a Guadalajara por primera vez, a quienes se salen de las rutas establecidas y buscan rincones diferentes, es la autenticidad del paisaje. En nuestra provincia hay rincones, pueblos y parajes que conservan todavía la virginidad de tiempos remotos. El progreso, con sus cosas buenas y malas, más buenas que malas, ha llegado, por supuesto, pero no ha sido muy agresivo.



Hoy os invito a  La Huerce. Este pueblo ha estado aislado por carretera  hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX. Las obras de asfaltado se pararon al estallar la Guerra Civil de 1936 entre el cruce de El Ordial y uno de los cerros que rodean el pueblo por el Norte, y sus gentes tuvieron que seguir comunicándose con la capital como lo habían hecho siempre, por un camino que transita por el valle del Sorbe.



Este aislamiento ha permitido que el paisaje de esta parte de la Sierra Norte haya quedado prácticamente intacto y que las únicas construcciones que hay fuera del núcleo urbano sean las viejas  tainas, medio destruidas, de los pastores y algún molino, hasta tres llegó a tener el pueblo, que buscaban la fuerza del río encañonado entre las peñas.



A La Huerce siempre se baja, desde que se deja la carretera que comunica Galve de Sorbe con la capital, hasta que se llega al río, todo son cuestas jalonadas por robles, carrascas, jara, casas de piedra y tapiales de huerto. Las fachadas se buscan una a otra cerrando el paso al forastero. Pero que nadie se equivoque, en estos pueblos de la sierra las gentes son abiertas, amables y generosas. Les gusta contar su historia y la de su pueblo y agradecen que alguien se pare a conversar con ellos. Hacedlo.



En el pueblo hay una iglesia pequeña, pero lo suficientemente grande para albergar a cientos de vecinos el día de San Sebastián, su patrón. Las campanas todavía se voltean a mano y a los pies del templo se bailan en verano unas danzas ancestrales acompañadas de paloteo. Cuando llega el otoño, el pueblo se queda dormido, tranquilo, es el momento ideal para pasear por sus calles y bajar al valle.




Al salir de La Huerce hay un camino que bordea un cementerio humilde y arropado entre rocas. Más allá, unas cruces miran al Ocejón en recuerdo de un viejo campo santo, tal vez celtíbero, que recuerda el primer asentamiento humano de la zona. Las vistas hacia la sierra son un espectáculo, es conveniente pararse un rato y disfrutar. Al frente vemos la gran montaña negra. Si giramos alrededor de nosotros mismos, nos damos cuenta de que estamos rodeados por la Peña Gorda, el Castillar, Cabezolargo, la Peña el Águila, Pradoluengo… Picos y rocas míticas para los huerzanos que pastorearon y labraron a sus pies durante siglos. La Huerce es un pueblo protegido de los malos vientos y las inoportunas inclemencias, de ahí que sus huertas sean fértiles y sus frutales también.



Nos hemos propuesto bajar al río por una senda amplia y cómoda, y lo haremos sin prisa y sin pensar que luego hay que subir. El camino es cómodo porque serpea por la ladera de manera inteligente. Aprovecharemos para coger algún hongo, que suelen ser abundantes en este tiempo, y nos detendremos en las tainas del llano, un viejo poblado de casas donde los pastores encerraban el ganado y pasaban temporadas pendientes de su cuidado. De ahí al río apenas hay un tramo.






Junto a la orilla veremos el Molino del Cubo, que en tiempos fue uno de los tres que sustentaban los pueblos del valle y hoy es una vivienda  a medio restaurar. Por este paraje, el Sorbe baja tranquilo, desbravado por las pequeñas balsas construidas por los molineros para encauzar el caz que movía la rueda y las piedras. El olor de la flora de ribera es un regalo para los sentidos. Allí abajo todo parece detenerse, como el agua, y el silencio se hace agresivo. Estos barrancos del Sorbe en las faldas del Ocejón son el mejor lugar del mundo para perderse. Eso sí, cuando nos hayamos encontrado, debemos prepararnos para subir la cuesta sin prisa, pero sin pausa. Que no se asuste nadie, entre subir y bajar emplearemos dos horas, tiempo suficiente para estirar las piernas y abrir el apetito.







A la hora de comer la Huerce no cuenta con ningún restaurante. El bar del pueblo lo atienden los propios vecinos. Os aconsejo que os acerquéis hasta Galve de Sorbe, poco más de diez minutos en coche. Allí hay dos restaurantes. En La Masía, de encargo, hacen un asado de cordero y cabrito en horno de leña para quitar el sentido. Tienen otra especialidad: espaguetis con boletus, una delicia. El hongo y la seta lo trabajan bien y la carne es buena. Es donde estuve y comí bien, sin lujo alguno pero bien. Hay otro local, el Hostal de Galve, me han dicho que también es recomendable, lo probaré y volveré para contároslo. Buen viaje.



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