martes, 29 de abril de 2014

Los secretos de Mantiel

La Alcarria tiene rincones únicos. Andas y cada vallejo, cada altozano, nos descubre un paisaje y un color de esta provincia. Hoy nos vamos a acercar hasta Mantiel, a poco más de una hora y cuarto  de Madrid y tres cuartos de hora de Guadalajara, en pleno corazón de la Alcarria. Mantiel es un pueblo pequeño pero desde el que se puede mirar hacia el horizonte hasta perderse la vista. Tiene un mirador desde el que se ven las viejas y las nuevas “tetas” alcarreñas: las de Viana a la derecha y las humeantes de la Central de Trillo, a la izquierda.



Mantiel cuenta también con un observatorio astronómico, el empeño de un alcalde y de un grupo de entusiastas que han querido aprovechar el mirador natural para dirigir la vista más arriba y ver las estrellas. Es decir, si ahora con el buen tiempo apuramos la visita y dejamos que se haga de noche, disfrutaremos de un viaje al espacio desde este balcón privilegiado. El observatorio se visita los viernes y los sábados, siempre que el cielo lo permita. Os aconsejo de todas formas que llaméis antes (949 357 476 y 620 331 704) o enviéis un correo electrónico: observatorio@aytomantiel.es.



Pero como ya he dicho que la Alcarria es un dechado de sorpresas y Mantiel forma parte de este universo, en el pueblo hay otro observatorio: el del mundo de las abejas. “Donde hay luz no hace falta candil” repite con frecuencia Julián,  alcalde y encargado de enseñar el observatorio apícola. Se trata de un pequeño museo y de un aula práctica, separados uno de otro 200 metros. En el primero se aprende de manera rápida y didáctica cómo se comunican las abejas, qué significan sus movimientos en círculo dentro de la colmena, cómo elaboran la miel, cómo viven y cómo mueren estos animales que necesitan recorrer 40.000 kilómetros (una vuelta al mundo) para elaborar un kilo de miel y que tanto nos enseñan sobre el comportamiento social y el trabajo en equipo.



 Para las abejas no importa el individuo sino la colmena. Todo lo que hace un individuo a lo largo de su vida tiene como única finalidad ser útil al grupo. Su capacidad de trabajo es ingente, los miembros de una colmena visitan 5.000.000 de flores en un día para abastecer de alimento a la comunidad, y abarcan un radio de hasta 3 kilómetros de su casa.


 
Con juegos interactivos, audiovisuales y unos alegres paneles informativos, en Mantiel se puede disfrutar de este interesante museo que tiene su laboratorio práctico en un  recinto situado a cinco minutos del pueblo. Allí, tras un gran ventanal, los visitantes ven a las abejas en pleno funcionamiento. Frente a las colmenas hay un campo sembrado de plantas aromáticas para alimentarlas donde se dan cita una larga variedad de especies (romero, espliego, tomillo…) perfectamente señalizadas con balizas para distinguirlas y aprender cuáles son los ingredientes que convierten a nuestra miel en la más valorada del mundo.
Un taller donde los visitantes pueden ver una colmena por dentro repleta de abejas y donde se explica cómo se cosecha la miel. Para fijar la visita,que sólo cuesta 2 euros, llamad antes por teléfono (609 867 223 y 949 357 478).



Pero Mantiel da para más. Entre las muchas rutas de senderismo que pueden realizarse alrededor del pueblo, con el azul del pantano a nuestro lado, os propongo una sencilla, de apenas media hora de camino (2,3 km) por una pista perfectamente transitable. 




Nos acercamos hasta Cereceda, por el camino que lleva al observatorio, y allí nos detendremos en su humilde iglesia románica, la más meridional de la provincia. Una joya en la que destacan las figuras de sus canecillos, el arco porticado y su irregular ábside de sencillos trazos. 




De vuelta, en ir y volver apenas se tarda una hora, habremos hecho hambre suficiente para disfrutar de la penúltima sorpresa del día, nunca la última: la cocina de Rosario y Juan Carlos en el Centro Social de Mantiel.



Esta pareja llegó al pueblo hace unos años desde el Corredor del Henares con la idea de cambiar de vida y al mismo tiempo, y sin pretenderlo, cambiar la de los vecinos del pueblo y de los alrededores. El Centro Social de Mantiel no es un local al uso. Allí se pueden comer unos escabechados de codorniz, chicharro o caballa hechos por la mano de Rosario, espectaculares. Judías con liebre y perdiz, arroz caldoso, morteruelo, cocido, buena carne a la brasa y unas sopas de las de antes. A diario tienen menú y los fines de semana una carta casera, barata y más que recomendable. Todo ello se puede disfrutar, si el tiempo acompaña, en la terraza del bar que no es otra que la plaza del pueblo con vistas al monte. Vamos que Mantiel bien vale una visita. ¡Ah! Si queréis comer algo especial, llamad antes (949 357502).


martes, 22 de abril de 2014

El Barranco de la Hoz


El viajero se acerca a los sitios por mera curiosidad o por distracción. Los viajes comienzan siempre con una lectura previa, con una imagen que se incrusta en la retina, con un programa de radio, hasta que poco a poco le entran a uno las ganas de ir allí. A veces también con una conversación bien llevada que invita a coger el coche o la mochila, o ambas cosas, y emprender la huida. Lo dicen los grandes viajeros, pero es aplicable a todos los mortales, todo el que viaja huye de algo, por lo común de la rutina, de la soledad o del hastío.
Los que vivimos de lo que contamos estamos deseando que nos propongan algo interesante para abandonar la mesa y el ordenador y hacer el camino, aunque sabemos que nuestro viaje no terminará hasta que no hayamos vuelto al sitio del cual hemos huido. Es un viaje de ida y vuelta, como casi todos, pero con la mordaza asfixiante e inexorable del tiempo. Los grandes viajeros del XIX, periodistas muchos de ellos, se pasaban años recorriendo África. Vivían viajando. “¡Váyase usted a encontrar a Livingstone y antes pásese por la India y por Egipto, y luego nos cuenta!”, comentaba Manu Leguineche que le dijo al gran  Stanley el director de su periódico. ¡Años y años viajando para contar cuanto veía!




Lejos de África y de las tierras jamás vistas por el hombre blanco, hoy, un viajero de andar por casa puede experimentar, a la vuelta de la esquina, sensaciones parecidas a las que sintieron los exploradores del siglo XIX. Basta con dejarse llevar por la curiosidad y tener los ojos bien abiertos, como lechuzas asustadas, ante todo cuanto se cruza en nuestro camino. Hace ya muchos años, Mariano Escolano, un chaval entonces septuagenario con piernas y espíritu de quinceañero, me propuso recorrer a pie una vieja senda mariana que comunicaba el monasterio de Jaraba, en Zaragoza, con el barranco de la Virgen de la Hoz, en Molina de Aragón. Fue la primera vez que vi este rincón único, este capricho natural que, como no podía ser de otra manera, los monjes vieron primero. Fue en ese viaje cuando descubrí los paisajes del Señorío, sus ríos, sus parameras, sus barrancos y sus estranguladas sabinas. Todo un hallazgo que me llevaría, años después, a procurar no dejarme en el tintero ni un solo rincón de esta tierra olvidada y altiva como no hay dos.




En aquel primer viaje se trataba de hacer camino. Recorrimos parameras, sabinares, rastrojeras, pinares milenarios y pueblos blasonados durante una semana, con la simbólica voluntad de depositar junto a la imagen de la Virgen de Jaraba, unas piedras cogidas al pie del monasterio de la Hoz. Quienes cogen los cantos piden un deseo y saben que les será concedido. La fe mueve montañas y ayuda a superarlas.



Los monasterios de Jaraba y del Barranco de la Hoz están unidos por el agua, la devoción y la necesidad del hombre de encontrar respuestas a lo inexplicable. Lo cierto es que hay lugares donde es más fácil hallarlas, o al menos buscarlas, y uno de esos es nuestra propuesta de hoy: el Barranco de la Hoz.



La Virgen de la Hoz que, según cuentan, se apareció en el siglo XII en las inmediaciones del río Gallo, comenzó siendo la patrona de Ventosa, para ser poco después la advocación preferida de los vecinos de Corduente y de Molina de Aragón, la capital de la comarca. Con los años, su fama se extendió por todo el contorno  y sus devotos auparon su menguada talla hasta convertirla en la Señora del Señorío de Molina. Hasta su monasterio, pequeño y encajado en un barranco abrupto, se han acercado romeros durante siglos que, en la mañana del domingo de Pentecostés (40 días después del domingo de Resurrección), representaban un auto sacramental. Se trata de una loa cuya razón de ser es el triunfo del Bien sobre el Mal. 




Tras unos versos de alabanza, ocho danzantes bailan ritmos antiguos acompañados de palos y espadas, y concluyen su danza con un desfile y la erección de una torre humana en honor a la Virgen.
Pero no hay que esperar a Pentecostés para visitar este barranco, vale cualquier época del año para disfrutar de sus riscos, de las figuras que el viento y el agua han labrado en las rocas espigadas y desafiantes. 
Si la salud nos lo permite, es obligatorio ascender al mirador, es duro, pero imprescindible. En subir se tardan veinte minutos de ascensión, con tramos de escaleras y de roca (seguros claro está), pero en olvidar el paisaje que se divisa se tardan muchos años. Merece la pena. Como también la merece visitar detenidamente el monasterio, sentir el recogimiento de los viejos cenobios medievales, escuchar sus fuentes, el transcurrir del río, el viento entre las ramas de los árboles.




Estamos en una de las mejores épocas para visitar el barranco de la Hoz, lo dije hace unos meses al hablar de Tierzo y sus salinas: quien no conozca este paraje de Guadalajara, aunque lo haya visto mil veces en fotos e imágenes, quien no haya venido nunca hasta aquí, dudo mucho que pueda tener la conciencia tranquila.
¿Y para comer? Dos propuestas: el restaurante del propio monasterio. No se come mal, aunque sin grandes pretensiones, suele tener menú y la ventaja de que está allí mismo. Cuando se llega a este barranco cuesta tener que irse. El problema es que cambia de dueños y de cocina con facilidad y lo que vale para hoy a lo mejor no vale para mañana. Esos sí,  después de comer puedes disfrutar de un paseo por las inmediaciones de la hoz. Una pena que esté cerrado el Centro de Interpretación del Alto Tajo de Corduente, no creemos que sea la mejor manera de promocionar el turismo de la comarca. Tirón de orejas al gobierno regional que no predica precisamente con el ejemplo.


En Molina de Aragón hay varias opciones, pero esta vez os propongo el restaurante La Ribera, frente al puente románico, un mesón buillicioso, dinámico y con buen cocina. Hablamos de comida tradicional, de productos de la tierra y de temporada, con platos de cuchara generosos, buena carne y postres caseros. Un local a la vieja usanza, en dos alturas, con menú y carta. Calidad-precio, recomendable. Buenas alubias, buen morteruelo y patatas, patatas, nada de congelado.





martes, 8 de abril de 2014

Horche, la ruta de la amistad



Hacía tiempo que andaba tras de darme un homenaje y recorrer la Ruta de las Bodegas de Horche. He pasado buenos ratos en algunas de ellas, no sólo allí, también en Solanillos, en los Yélamos o en Olmeda del Extremo. “Quemad viejos leños, bebed viejos vinos,  tened viejos amigos…”. En ningún otro sitio como en una bodega alcarreña se respira el espíritu del viejo dicho castellano. Salvo lo de leer viejos libros, que no termina de encajar bajo tierra, el resto forma parte de la razón de ser de estos humildes  templos de la diversión.



Dicen que en Horche  hubo hasta 500 bodegas, y lo cierto es que por todas sus calles se ven arcos de piedra que en tiempos lo fueron. Algunas se conservan desde el siglo XV. Todo el término era una vid y el subsuelo una mina, hasta que llegó la filoxera a finales del siglo XIX y acabó con las cepas. En Horche se vivía del vino, era su mayor fuente de ingresos, y aunque la epidemia transformó las vides en cereal, la viticultura permaneció en el ADN de los horchanos.



Hace algunas decenas de años, no muchas, se fueron poco a poco arreglando las bodegas, transformándolas en lugar de encuentro y, acto seguido, se empezó a hacer vino. Primero fue con uva traída de Mondéjar o de La Mancha, después, con uva propia, plantada de nuevo en el término municipal. Hoy, un importante ramillete de bodegas están abiertas para  uso privado. Tras una feliz idea en pro de favorecer el turismo, se han convertido en visitables para uso y disfrute de quienes, como yo, se apuntan a recorrer la Ruta de las Bodegas de Horche y beber sus caldos, porque ya se sabe: “El que a la bodega va y no bebe, burro va, burro viene”.



Todos los sábados y domingos, menos los dos últimos fines de semana de agosto y los dos primeros de septiembre, un guía parte con el grupo desde el antiguo granero y,  por sólo 5 euros, recorre las calles, visita los principales monumentos y hace parada en dos o tres “templos”. En el pueblo se han sumado a la ruta una docena de bodegas. Sus dueños se van turnando para abrir las puertas y charlar con los visitantes. La ruta se hace disfrutando. Ya lo dice el dicho, el vino se tiene que beber teniendo en cuenta  las tres “ces”: calma, calidad y sin cambios, las mezclas son explosivas, si acaso mezcla bien con el orujo, que también lo hacen, y bueno, en Horche.


Así que prepararos para hacer un recorrido tranquilo y para empaparos de una nueva filosofía de vida: la del “bodegante”, término que me acabo de inventar para definir al amante de las bodegas.  El “padrenuestro” del “bodegante” es tener siempre las puertas abiertas, tanto las de su bodega, como las de su alma. En una bodega no hay secretos, no hay penas, no hay rencillas, sólo hay espacio para la charla y la diversión, y de las dos cosas presumen en Horche. Así nos lo cuenta Eva, nuestra guía y a la sazón teniente alcalde del pueblo. En uno de los azulejos que presiden la bodega de Javier pueden  leerse las diferentes fases por las que pasa quien recibe el efecto terapéutico de su vino: “Facilidad de palabra, exaltación de la amistad, cantos regionales, tuteo a la autoridad, insultos al clero… delirium tremens”.



Sin llegar a tal extremo, lo cierto es que cuando el hombre se encierra en una bodega con otro hombre y un vaso de vino, todo lo demás poco importa. Y hablo de hombre como genérico, porque de las bodegas de Horche las mujeres también tienen mucho que contar. Sobre que el vino sea tinto o blanco da igual, sólo hay dos clases de vino: el bueno y el malo, y en Horche lo hacen ya muy rico.


Tras charlar con Javier nos vamos a la bodega de Sixto. De momento las calles no se nos empinan más de la cuenta, aunque en Horche cuestas, haberlas “haylas”. La de Sixto es una de las bodegas grandes, por no decir la que más. Tiene varias alturas y tres caños de varios metros con unos arcos de piedra de bella factura. Como la de Javier, en su interior tiene tinajas de barro donde todavía se cuece el vino. Cerca de 10.000 kilos de uva se transforman en caldo en esta bodega que, como todas, tiene su pequeño mesón donde alargar la velada: una buena lumbre para la carne y una alacena donde se guardan el embutido y las conservas. En las paredes hay fotos de amigos que han visitado el sitio. Vemos la del Nobel Camilo José Cela, que estuvo un tiempo viviendo en Horche, y un poster del Torneo de Mus Manu Leguineche, con su caricatura. Junto a  Manu conocí esta bodega hace ya algunos años. Bonitos recuerdos que los horchanos guardan con cariño.




Desde la bodega de Sixto, con varios vinos a cuestas y algún chupito de orujo entre medias, que aquí los hacen de todas las hierbas y frutos imaginables, nos subimos a ver a la familia Salas. Tienen reunión familiar, están asando en el horno unos buenos cabritos y unas patatas, pero no les importa, abren sus puertas, incluso su horno,  y nos enseñan la bodega y su museo. Cientos de utensilios y herramientas del campo, ya en desuso, cubren las paredes de un porche bajo el que se cobijan del sol o la lluvia, depende de la época del año. Eso sí, en verano aprovechan la sombra de una parra que cubre por entero el patio y que produce más de 600 kilos de uva, ¡casi nada!



Aquí hacemos un alto en el camino antes de irnos a comer. Hemos pasado una mañana inolvidable, hemos disfrutado del paisaje subterráneo y de las hermosas vistas de Horche, un pueblo asomado a los valles del Tajuña y el Ungría y hemos admirado la arquitectura de sus fuentes. Beber agua habiendo vino no nos ha parecido muy adecuado. La fuente del lavadero es una joya. Hemos visto algunas de sus ermitas, su iglesia renacentista reconstruida en el siglo XIX, los jardines del convento franciscano y nos hemos enterado de que el próximo día 27 de abril se celebra la XXVª edición del Concurso del Vino de Horche, una ocasión más que propicia para visitar el pueblo y acercarse a comer a otro de los templos de la localidad: el restaurante La Fuensanta.





Roberto Toledano es uno de los grandes profesionales de la hostelería que tiene esta provincia. Roberto disfruta con su oficio, es un apasionado y eso se nota en su cocina. La Fuensanta es un verdadero reclamo turístico en sí mismo.


Tiene jardín, piscina, hostal, caminos alrededor de la finca para pasear, participa del turismo activo y lo mismo se puede celebrar un banquete al aire libre o en un comedor principal, con su chimenea, que disfrutar de una comida íntima y de calidad en la terraza o en el pequeño salón comedor, un rincón con encanto. Como no podía ser de otra manera, nosotros hemos terminado la jornada aquí.



Hemos charlado con Roberto, hemos aprendido del maestro y nos hemos tomado una ensalada con perdiz, unas croquetas de boletus y un cochinillo asado, con el excelente vino de la casa, que no hemos tenido más remedio que dar un paseo por los alrededores de la Fuensanta para bajar los grados. ¡Salud!

martes, 1 de abril de 2014

Albalate, un paseo por el Tajo hasta las nubes



Hay lugares pensados para vivir. Las inmediaciones de la ermita de la Santa Cruz de Albalate de Zorita es uno de ellos. El Tajo lame sus piedras mientras pasa tranquilo, dormido, tras dejar parte de su bravura en la presa de Almoguera. El próximo viernes día 4 de abril comienzan los actos conmemorativos de los 500 años de la historia de esta ermita y de su Cruz, una reliquia venerada en toda la comarca.


A Albalate de Zorita se llega por una carretera cómoda que desde la N-320 se desvía a la derecha y pasa por Fuentelencina, Pastrana y Almonacid. Es decir, que si alguien que se disponga a hacer esta ruta tiene ganas de más, puede entretenerse en algunos de estos pueblos de los que de una u otra manera hemos hablado.



Pero lo primero es lo primero, y nos vamos a detener en Albalate. Os propongo que dejéis el coche en el pueblo, deis un paseo por sus calles, entréis en la iglesia parroquial y os entretengáis en la Fuente de los Trece Caños, sin duda uno de los manaderos más promiscuos de la provincia. De sus ocho bocas de león o de perro, no se sabe muy bien, manan 3000 litros por minuto. El Tajo, a su paso por el término municipal, baja con un caudal de 3000 litros por segundo, o sea que para ser una fuente no está nada mal. La construcción es un ejemplo de Fuente renacentistas con un muro de sillería con blasón que sirve para sustentar los grifos, diez por delante y tres por detrás,  y una arquitectura de galería subterránea para recoger las aguas.



Tras andar por el pueblo coged de nuevo el coche y tomad la ruta de los Caminos del Tajo que lleva hasta la ermita, son cinco kilómetros señalizados y muy entretenidos por el camino del “sábado”. Se llama así no porque sólo se pueda circular por él un día de la semana, sino porque la ruta atraviesa una vega en la que en tiempos había huertos, todavía queda alguno, y el riego se distribuía según los días de la semana. A izquierda y derecha de la hoy carretera sólo podían regar los sábados.



Al empezar a andar  nos encontraremos con dos ermitas. José María  Camarero, una de las personas que más sabe de Albalate, de su historia y de sus costumbres, nos dice que la primera ermita, de la que apenas quedan las cuatro paredes en pie, es la de San Juan, del año 1611. Un poco más allá está  la de Nuestra Señora de Cubillas, románica. Una ruina hermosa y habilitada como cementerio donde pueden verse todavía unos canecillos policromados que representan caras y figuras humanas y de animales.




José María nos enseña, como curiosidad, las de tres masturbadores que representan los pecados de la carne y la cara de un cerdo. Merece la pena detenerse o acercarse andando y dejar el coche para después.



El camino hacia la ermita,  que los vecinos de Albalate recorren andando en romería y bailando su famoso Paloteo en honor a la reliquia, discurre por un paisaje alcarreño. Monte bajo, cereal, pequeñas alcarrias y cerros con encinas, romero y tomillo ocupan su espacio, alfombrado de un color verdoso en esta época del año. En las inmediaciones del templo hay una explanada cubierta de pinos donde los romeros se sientan a almorzar después de la Misa. Frente a la ermita  está el Tajo, imponente y sereno. Cerca de allí se encuentra el paraje de “Las ahogás”. Se llama así porque en 1894 una rambla de agua procedente del cerro, tras una brusca e inesperada tormenta, se llevó a cuatro mujeres hasta el río y allí murieron ahogadas.



La ermita es del siglo XVI y se alza en un paraje único, un mirador al Tajo desde el que se ven varios kilómetros de su cauce. En la parte trasera hay un cerro cuyas vistas son aún mejores, subid y lo comprobaréis.  Debajo hay una cripta y en la esquina se ve el rastro dejado en las piedras por las espadas al afilarse. El edificio tiene su historia. Cuentan que los pastores Juan y Alonso Serón soltaron los perros antes de amanecer para cazar un conejo con el que almorzar y éstos se pararon en una peña donde no pararon de escarbar insistentemente. Por más que los apartaban de allí, donde no se veía madriguera alguna, los animales seguían escarbando hasta que desenterraron parte de una Cruz procesional de bronce con baño de oro de aproximadamente medio metro de altura en el que aparecen las figuras de Jesús, María, san Juan, san Pedro y san Pablo. De la Cruz cuelgan dos cadenillas que no son las originales porque estás se las llevó el rey Carlos I, que pasó por allí en 1528, dicen que para hacer unos pendientes a la reina. Una hermosa joya venerada desde su aparición que propició una ermita ubicada  en un pequeño paraíso.



Desde aquí os propongo que dejéis el coche y os acerquéis andando, junto al Tajo, hasta un cerro próximo situado aguas arriba y en el que hay una casa asomada al río. Es el complejo Las Nubes, un lugar ideal para comer después de un paseo.




De la ermita al restaurante hay algo más de cuatro kilómetros, una hora a pie, aunque también se puede ir en coche. Llamad antes de ir, pero al mediodía no suele haber problemas para comer. Tienen un interesante menú degustación por 20 euros. Recomiendo el pollo al jengibre, el bacalao a la montañesa y las berenjenas rellenas. Las vistas desde el comedor son únicas. Además de poder alojarse  en el edificio principal, hay unos originales apartamentos, unas cuevas  habilitadas como habitaciones,  que son un capricho romántico. Si por el contrario decidís comer en el pueblo podéis hacerlo en el restaurante El Coto o en el Rincón de la Espe, ambos tendrán su momento en este blog.


Ver mapa más grande